El siguiente texto es un ejercicio de humor a título del autor y no representa de ninguna forma el pensamiento general del medio.
Nada me podrá sacar de la cabeza que tirar unos tajos de papas crudas a una sartén con aceite hirviendo es lo peor que puedes hacer si solo tuvieses una papa y poco de aceite. Preferiría ahorrarme el aceite, hervirla en agua y comerla así, a mordiscos o aplastada, simulando un puré a media caña. Porque hasta el puré más soso e insípido lleva más carácter y gracia que aquel sobrevaloradísimo invento que disputan los belgas, los franceses y hasta una santa española, y que celebra su día cada veinte de agosto.
Odio las papas fritas. Y si tuviese que hacer una lista con las preparaciones con papa que merecen ser agasajadas en un día, seguramente la receta con la que los habitantes de Namur intentaban atrevidamente reemplazar al pescado en invierno o la que un tal Monsieur Fritz le ofrecía a los borrachos belgas en su taberna, estaría al final y más. En fin, su lugar es quizás el de la comida por supervivencia o la que simplemente comes inconsciente para seguir libando. Ese ese su lugar y jamás debió salir de aquello.
Por eso me parecen graciosísimas esas escenas de películas en las que los protagonistas, sofisticados y rimbombantes, se dan ese baño de pueblo bajando al llano, a ese food truck gentrificado, y se sirven unas papas con Coca Cola como si fuese la comida de la plebe, de la mayoría, esa que obligadamente debe gustarnos a todos. Porque además, siempre, absolutamente siempre, es con algo: con bebida, con cerveza, con ketchup, con mayonesa. Es de un descaro descomunal cuando Vincent le dice a Jules, en una escena dentro de un auto en Pulp Fiction, que vio a los holandeses bañar las papas fritas “en esa mierda”, intentando defender a una cultura las colocó casi como un souvenir del fast food, de esa porción extra que pides y pagas porque la hamburguesa no es suficiente para saciar tu hambre y tu humanidad.
No soy delgado, por si se lo preguntan. Tampoco grueso. Pero fui vegetariano en la niñez. Fue allí donde aprendí a odiar las papas fritas justamente por eso, por ser siempre ese acompañamiento extra de algo a lo que yo ni siquiera podría acceder y se convertía entonces en esa porción de fritura sin gracia que debía acompañar con la ensalada mientras mis amigos se atosigaban con pollo frito y hamburguesas royal. Era algo así como una condena que acepté por años, un lastre que estoy dispuesto a superar obviando siempre pedirlas en los combos del McDonalds o predicando religiosamente cada veinte de agosto mi animadversión a ellas.
En épocas de los virales, el texto de un niño de Chiguayante, al sur de Chile, logró súbita fama al escribir una Oda a las papas fritas. Los medios, por supuesto, han aprovechado la efeméride para reflotar un viral que años atrás, ya en decadencia y quizás -espero- como un ejercicio para agilizar la mano, empezara el nobel Pablo Neruda. “Entran en la sartén como nevadas plumas de cisne matutino y salen semidoradas por el crepitante ámbar de las olivas”, escribió el vate. Perdón por la insolencia, pero por menos se le juzga a Arjona. Dichos versos son la prueba fehaciente de que solo en la juventud, la vejez y en la embriaguez uno es capaz de tocar fondo: escribir poemas, por ejemplo, comer una buena porción de papas fritas.